09 – Mannheim: Valen vs la automatización

Valen vs. los entes automáticos. 

19/12/23

Bueno, voy a imprimir unos papeles que necesito para enfrentar la batalla contra la burocracia (si, está todo conectado) y, después, me voy a la pileta. Retomar la natación, me parece una buena manera de entrenar cuando la vida transcurre sobre una inestabilidad espacial donde asentarse.

¿Dónde puedo ir a imprimir? Me dice que en el DM se puede.. Es una cadena que tiene de todo en calidad media y a un precio no tan alto. Cosas de farmacia, maquillaje, papelería, galletitas, golosinas y más huevadas. Son ese tipo de lugares donde podés preguntar por cualquier pelotudez que NO necesitás y seguro la tienen. Después vemos… Si necesitás algo, no lo vas a encontrar ahí.

Entro al local y me pongo a buscar la clásica barra donde una persona sentada tras un monitor recibe amablemente mi pendrive y me imprime aquello que necesito… No hay. Doy vueltas y vueltas buscando dónde carajo podía imprimir mis sencillos documentos en tamaño A4, blanco y negro. Veo las máquinas de fotos Kodak y carteles haciendo referencia a la impresión de documentos. ¿Pero dónde?

—Ahí, en la misma máquina —me dice una persona muy amable. Con una sonrisa en la boca después de verme dando vueltas por todo el negocio ya buscando si encontraba alguna piedra para levantar.

—¡Vielen Dank! —le respondo con una sonrisa. Me coloco frente a la máquina, una clásica “Kodak” para imprimir fotos, nunca hubiera imaginado que también realiza más tareas, confiemos. Por suerte esta tenía como veinte idiomas, entre ellos el español. Inserto el pendrive, selecciono el documento, le indico que eso es todo y me da un ticket. Me quedo mirando un rato con la gran duda de “¿Y ahora qué?”… «Bueno, supongo que esto se lo daré en la caja y me lo imprimirán allá». De momento me recordo que también necesitaba hacer una fotocopia del pasaporte.

Miro a todos lados y le pregunto a un hombre que estaba ahí. Este, sin tanta gentileza, me señala un escáner que estaba en la máquina de al lado, el cual solo funcionaba con esa misma. Okey, la máquina está ocupada con una señora… espero. Después de una centena de fotos que la dulce señora imprimió, liberó la máquina y la pude ocupar yo. Podría decir que estaba haciendo un test de servicio, a ver que tal funcionan, me faltaba solo probar una.

Después de escanear el pasaporte, me da otro ticket igual al anterior y ahí caigo en la realidad de un pequeño hecho… «En la caja no tienen ninguna impresora, ¿qué hago con esto?»

Doy un par de vueltas más por el negocio buscando a ver si hay un lugar que me perdí, hasta que decido consultarle de nuevo a la chica que seguro se estaba haciendo el día conmigo. Sin muchas palabras pero con una gran sonrisa, me señala un lector de código de barras y mueve un panel que deja ver una especie de hueco. Al final no me sentí tan mal, descubrir Narnia por mi cuenta creo que hubiera sido más fácil que adivinar por obra divina como funciona todo esto.

Escaneo los tickets, espero un rato y empiezan a salir las hojas que necesitaba por el costado. No era particularmente veloz, pero funcionaba súper automatizadamente. Útil para una sociedad como Alemania que tiene problemas con la alta necesidad de gente para trabajar.

Con los mismos tickets fui a la caja a pagar las impresiones, haciendo valer la buena fe que tienen los alemanes en estas cosas, ya que no había ningún control que me impidiera irme sin pagar. Claramente un pensamiento muy argentino, no me hagan caso.

Guardo todo, salgo afuera, le quito el candado a mi bici y me dirijo hacia la pileta.

Llego al gran edificio que me marcaba Google. Entro y veo el lugar donde en algún momento se ubicó la persona que cobraba la entrada, ahora, totalmente vacío. Era una gran habitación, con un techo muy amplio, arcos de estilo antiguo, todo con una arquitectura impresionante. Lo menos parecido a una pileta que podría haberme imaginado. A cada costado había un molinete que daba acceso a diferentes áreas y, en el medio, una máquina como si fuera un cajero automático. Me acerco y miro la pantalla; todo en alemán, obvio. Toco la opción que decía «Schwimmbad» y me aparecen cuatro opciones más. Mis ojos se abren como platos intentando encontrar cuál sería la correcta.

En mi interior aún había un pequeño atisbo de esperanza de que alguien apareciera y todo se volviera más humano. Me alejo de la máquina para colocarme delante del mostrador esperando la intervención divina, que para variar, no acontece. Después de un pequeño rato regreso al aparato automatizador de existencias y lo vuelvo a mirar con cara de arqueólogo interpretando jeroglíficos.

«¿¡Qué mierda, loco!? ¿Por qué carajo no ponen una persona acá que te explique un poco?», pienso para mis adentros. Claro, una vez que ya sabés qué hacer, es todo más fácil y práctico. Pero al principio, si estuviera en chino sería lo mismo.

Con el traductor busco entre las opciones cuál se ajusta más a mí. Toco una que es por un día, le doy mi dinero y él me entrega una tarjetita.

Bueno… vamos bien. Creo.

Me dirijo al molinete, le muestro la tarjeta y paso a la pileta. Podéis imaginaros un  Valen probando diversos lugares del molinete y de la tarjeta hasta que un “pip” le indica que encontró el correcto y el molinete se desbloquea dejándolo pasar. Después de la primera puerta, hay una sección con un montón de llavecitas, colores y unos botones que dicen «Herren» y «Damen». Bueno, bien, sé que soy «Herren», pero ¿y todo el resto qué? Después de no entender mucho y tocar todo sin obtener nada a cambio, me dirijo a la siguiente sala. Veo a mi alrededor y hay agua, una pileta y… benditos sean Aristóteles, Spinetta y Marcos, allí había un grupo de guardavidas (si, humanos, no máquinas ni muñecos inanimados) que, rápidamente al ver mi cara de «¿qué carajo tengo que hacer?», me preguntaron si era mi primer día y si necesitaba ayuda. Hablaban inglés también, así que el resto fue más simple… En teoría

Había que meter la tarjeta en un lugarcito, después indicarle que soy «Herren». Ahí me daba un número de llave y tenía que agarrarla. Con esa llave podía dirigirme a un casillero específico solo para mí, donde podía cambiarme y dejar mis cosas. Después podía nadar. ¡Aaaah! Y la tarjeta no hay que perderla porque la necesitaba para salir. Tampoco la llave porque perdía mis cosas.

Dato de color: por alguna extraña razón, te ponen unas boyas en la parte de la pileta que se hace profunda. Si estás haciendo largos, es la cosa más molesta que existe. Pero eso sí, no tienen boyas que delimitan los carriles. Así que, aparte de todo, termina siendo también una especie de ejercitación con práctica de obstáculos. Porque los pendejos se meten como quieren a nadar, algunas personas  (sobre todo los viejos) se te ponen en el medio a charlar mientras solo flotan y bueno, el libre albedrío de la gente es increíble. Poco a poco voy adquiriendo un sentido arácnido cuando estoy en el agua, para poder esquivar a la gente centímetros antes de cabecearla. El otro día se metieron a nadar donde estaba yo unas cinco personas y todos hacían lo que querían. Por suerte no me choque con nadie (eso sí, casi que sí).

19/01/24

Algo que realmente valoro es el aprendizaje que puedo extraer de todos los lugares en los que trabajo. Si quiero, siempre puedo encontrar algo, solo depende de hacia dónde dirijo mi atención. Por ejemplo, esta última semana estuve en un mega catering donde mis tareas son, honestamente, tan monótonas que podría hacerlas con los ojos cerrados. Lo bueno es que mis compañeros son geniales, muy buena onda. Todos, además, somos “inmigrantes”. Dos tailandeses, una señora de Ghana, un senegalés y, bueno, algunos alemanes.

La rutina es un ciclo sin fin, tan repetitiva que me pregunto cómo alguien puede hacer esto todos los días de su vida. ¡Yo, que apenas estoy completando mi primera semana, ya estoy que no aguanto más! Me aburro mortalmente. Y no hablemos de la cantidad de comida que se tira… ¡es increíble! A veces vuelven los vagones del catering con la mitad de la comida intacta. Lo que sobró podría alimentar a entre cinco y diez personas más. ¿Y qué hacen con todo eso? ¿Lo guardan? ¿Lo donan? ¡No! Lo tiran a la basura, junto con un arsenal de cosas descartables: guantes, delantales, gorros, trapos, separadores, bandejas, bolsas… lo que quieras.

Es desconcertante. En un mundo donde la información sobre los problemas ecológicos nos desborda, no se hace nada al respecto. ¿Y todo por qué? Porque claro, ganan menos plata si hacen las cosas bien. Me da mucha tristeza, y honestamente, no quiero seguir participando de algo así. Es frustrante estar ahí, impotente, ¿qué podría hacer yo? ¿Quién va a escuchar al tipo que lava los platos? Por eso cada vez estoy más seguro de que no quiero ser parte de este tipo de lugares en el futuro.

Tal vez, en algún momento, cuando tenga el tiempo y las herramientas, me gustaría crear una institución que se dedique a gestionar los excedentes de comida y llevarlos a donde realmente hacen falta. Pero si no llego a hacerlo, al menos viviré siendo fiel a mis principios, sin formar parte de esa maquinaria absurda.

24/01/24

“Volve a los inicios, recordá por que te fuiste en un principio y volve a encasillarte persiguiendo un sueño”. Palabras que me dijo recien Meli en un audio…

31/01/24

Desde hace casi dos meses estoy en Mannheim, Alemania, y vaya que ha sido una aventura. Después de un mes viviendo con mi hermano y su familia, finalmente logré hacerme un hueco en un piso compartido con Thomas y Marius. La convivencia es un espectáculo: a veces casi no nos vemos, pero Marius siempre está listo para una cerveza cuando coincidimos en la cocina. En cambio, Thomas es un torbellino: siempre apurado, pero últimamente ha comenzado a abrirse un poco más y a lanzarme preguntas curiosas sobre mi viaje.

—¿Siempre tienes un respaldo económico por si algo pasa y necesitas volver a tu país? —me interroga con un acento peculiar, su expresión una mezcla de miedo y asombro.

—No, la verdad que no —le respondo, sonriendo.

Después de esa charla, me quedé pensando: ¿debería tener un plan B? Tal vez…

21/02/24

¿Qué es el estar?… ¿ Es totalmente estricto que si estamos en un lugar no estamos en otro? ¿En cuantos lugares a la vez podemos estar? Y que determina realmente dónde estamos… Nuestra mente o nuestro cuerpo?

22/02/24

Esta última semana estuve trabajando en las cocinas de SAP, una empresa gigantesca dedicada al software y la innovación. Ya había estado antes en otra sede, en St. Leon-Rot, pero esta vez me tocó en Walldorf. Como siempre que llego a un lugar nuevo al que me envía la empresa, mi yo interior está un poco revolucionado y nervioso. Creo que eso nos pasa a la mayoría, ¿no? Pero esta vez me di cuenta de que enfrentar una cocina diferente cada vez es como entrar a un mundo nuevo. No solo por los ingredientes, sino que en este caso la comunicación a veces es un rompecabezas que lleva más tiempo del que me gustaría en armar.

Hace dos semanas me pidieron que hiciera fideos. ¿La trampa? Eran 40 kg. ¡Cuarenta! Y, claro, había que prepararlos en unas máquinas enormes que nunca antes habia usado en mi vida. Lo divertido es que, aunque eran solo fideos, parecía una operación militar. Nah, mentira, en realidad era facilísimo, pero uno se siente un boludo si cruza la puerta como cocinero y tiene que preguntar “como hago los fideos?”.

Esta semana, sin embargo, fue otra cosa. Nada más llegar, me encontré hablando en alemán mucho mejor de lo que esperaba, y aquí tengo que agradecerle a Doro, la mamá de mis hermanos, que me está dando clases (sí, ella no es mi mamá, pero esa historia la dejaré para cuando escriba mi biografía). Todo iba bien hasta que, de repente, me dijeron un montón de cosas en alemán y… no entendí nada. Timo, uno de los chefs, me miró medio intrigado y me soltó:

—English better?

—Ja, I understand English better —le contesté, haciendo ya un guiso de idiomas.

Me explicó todo con paciencia, y listo, manos a la obra. Mientras cortaba verduras a lo loco, empecé a escuchar hablar en italiano. ¡Al fin algo que entendía mejor! Así que encaré al que hablaba y le solté:

—Parli italiano?

—Ma claro, io sono italiano. Anche tu? —me respondió Salvatore, con ese tono tan italiano que me hizo sonreír.

—No, soy argentino, pero hablo mejor italiano que alemán —le dije.

—Ah, bien, ¡hablas español! —exclamó.

Desde ese momento, Salvatore me explicaba cosas en italiano o español, según lo que se le ocurría en el momento, y empecé a sentirme más cómodo. Incluso, aunque solo entendía la mitad de las bromas, me reía igual.

Hoy trabajé con Mike casi todo el día. Él me preguntó si prefería alemán o inglés, y yo le contesté que intentáramos en alemán, y si no entendía, cambiábamos al inglés. Me tuvo paciencia y me enseñó un montón de palabras nuevas. Al final, terminé a cargo de preparar las entradas y los postres.

La verdad es que me divertí mucho. Este tipo de experiencias son las que valoro. No en todos los lugares te tienen paciencia cuando no entiendes el idioma o cuando haces las cosas «mal» (aunque a veces es solo que las haces diferente). Todos los lugares son distintos. Pero yo elijo quedarme con los buenos, con esos donde aprendes con ganas. Pero al final, si uno sabe observar, en todos lados se aprende algo.

29/02/24

Nadando en una pileta de compostaje

Esta semana me tocó volver a trabajar en un lugar que realmente pone a prueba la paciencia y algunos de mis valores internos. Ya hablé de él, el gran Catering. Para empezar, el trabajo era repetitivo. Imagínate, un tipo que se la pasa moviéndose de un lado a otro, lo ponen seis horas por día a limpiar carritos conservadores (no sé cómo se llaman en realidad) y secar bandejas. Mis neuronas, de a ratos, hacen corto. Lo más entretenido era descubrir qué había de comida entre los restos. Pero bueno, mientras limpiaba, meditaba y terminaba planificando cosas que probablemente no haga.

Lo peor no era eso, sino vaciar los carritos llenos de sobras de comida. Al principio, cuando veía un poco de arroz, preguntaba qué hacer con eso. “Tíralo”, me decían. Pero cuando empezaron a aparecer bandejas enteras de fideos, pollo, salsas, sopas, y hasta lasagna… ¡Ahí me desesperé! Recuerdo el día de la lasagna, había como diez bandejas sin tocar, además de otras a medio comer (hablando de bandejas de horno grandes, no las que tenemos en nuestras humildes casas). No entiendo por qué la gente no se lleva esa comida o la reparte. Yo me llevé media bandeja de lasagna en un táper que casi no entra en mi mochila. Ahora llevo tres días comiendo lasagna con Markus, mi compañero de piso.

En un momento pensé en dejarle la comida a alguien en la calle, pero acá es ilegal, y no quiero problemas con la policía. Ahora me arrepiento de no haberlo hecho, en los próximos días lo voy a hacer.

Toda esa comida termina procesada en potes de plástico que se tiran al compost. Al menos los potes se lavan para reutilizarlos, pero llega un momento del día en que, al limpiar los potes, me siento como chapoteando en un mar de restos de comida: fideos, papas, pedacitos de carne, todo mezclado con agua. Sientes el «squish, squish» bajo tus zapatos y mientras te mojas de pies a cabeza ves como chapoteas en una mezcla de agua y sobras de algo que en un momento fue comestible y ahora pasan a ser parte del compostaje urbano.

Cuando finalmente termino, el suelo está limpio y solo queda pasar el secador. Mi nariz, que ha estado agobiada por una sinfonía de olores se mezclan para formar un desagradable y abrumador aroma, comienza a relajarse. Pero la verdad es que, más que sentirme sucio por el trabajo, me siento sucio por dentro. Esa comida estaba en buen estado, podía haber alimentado a muchas personas. Pero por miedo, por legalidades, por comodidad, todo acaba en la basura. ¿Cómo es posible que esto suceda en un mundo donde tanta gente pasa hambre?

 


 

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